jueves, 28 de julio de 2011

Mi familia y otros animales

 
No recuerdo muy bien cómo llegó a mis manos ese libro, no sé si alguien me lo regaló o tuve que leerlo para el cole o alguien conocedor de mis “bichofobias” decidió que como terapia de choque me iría bien,  es más, casi ni recuerdo si me gusto o no, ni tan siquiera recuerdo de que iba, a excepción de que hablaba y describía a los “bichos” de una forma magistral.

Lo que sí recuerdo como si hubiese sido ayer, es a quién se lo regalé y cómo y porqué nunca me lo pudo devolver.

Hace ya más de 20 años que ya no está con nosotros, hace ya más de 20 años que ese libro se perdió.

En la puerta de enfrente de la casa de mis padres vivía un matrimonio sin hijos, ya de mediana edad desde que yo era pequeña. Carmen y Ángel se llamaban, eran adorables y completamente achuchables. Carmen era una mujer no muy alta y con redondeces, siempre con el pelo arreglado y esas uñas siempre impecables que tantas veces yo le pintaba (más o menos). Siempre tenía tiempo para “las niñas” (mi hermana y una servidora). Podíamos pasarnos horas en su casa, no porque mi madre tuviese algo que hacer y nos dejase allí, no, era simplemente porque nos encantaba. Esa casa también la usábamos a modo de trinchera, cuando en mi casa se montaba la de San Quintín, cuando hermana y servidora decidían que la relación fraternal no era lo mismo si de cuando en cuando no nos liábamos en una batalla campal, siempre una de las dos corría a “casa de Carmen” a refugiarse del fuego enemigo.

Recuerdo tardes eternas en esa casa en la que siempre olía bien y siempre estaba todo en su sitio. Esas tardes de inviernos en las que aburridas “las niñas” salían de casa y caminaban dos pasos para llegar a “casa de Carmen”. Nos podíamos pasar horas metidas en la cocina haciendo rosquillas (por el Santo Creador… que ricas estaban), haciendo cualquier invento comestible que a Carmen se le hubiese ocurrido para entretenernos y siempre le quedaban riquísimos, como aquellos filetes de pollo enrollados rellenos de quesito que empanaba y después freía con muchísimo mimo o esos bizcochos de yogur que solo hacía para nosotras, Ángel era diabético y no podía ni “catarlos”, pero cuando las rosquillas las hacían “las niñas” él siempre le dada un mordisquito pequeñín para poder decir con una voz que trasmitía todo cariño ¡¡¡Ummm os han quedado buenísimas, sin duda mejor que las de la semana pasada!!! (siempre nos quedaban mejor que las de la semana anterior, aunque las de esa ocasión hubiesen servido de argollas para los amarres de un barco).

Tardes de lluvia que después de volver del colegio, en ocasiones y sin haber pasado por mi casa, íbamos directamente a la suya y como por arte de magia allí estaba nuestra ropa limpia dispuesta sobre un radiador calentita para que después de tomar una buena ducha caliente Carmen nos ayudaba a ponernos, incluidas zapatillas que por supuesto siempre teníamos allí un par y que por supuesto nunca usábamos, en “casa de Carmen” andar descalzas estaba permitido.

Carmen nos enseño a jugar al parchís, no creo que nadie supiese jugar al parchís como ella. Pueden decir que Gil era un auténtico maestro del parchís, pero estoy convencida que Carmen le hubiese ganado con los ojos cerrados. Lástima que no hubiese jugado con él, con lo que a Gil le gustaba el parchís y hacer apuestas, Carmen le habría desplumado sin ni tan siquiera despeinarse.

Esa casa era para nosotras más que la casa de los abuelos postizos, era nuestro refugio, nuestro parque de atracciones y nuestro hospital de campaña. Yo que siempre he sido algo teatrera,  cuando en mi casa o en la calle sufría algún percance, llámese pequeño arañazo en una rodilla tras una caída o un pequeño corte tras cortarme con una hoja de papel (ya ves tú), mi madre siempre decía lo mismo. Cariño, no es nada… pero si quieres pasamos a “casa de Carmen” y que te  mire.

El mirado de Carmen consistía en sacar una cajita que tenía guardada en un armario del baño, siempre surtido de aparejos varios de cura para accidentes domésticos, o lo que es lo mismo, mercromina, alcohol, agua oxigenada, algodón, tiritas y vendas (en mi casa también había de todo eso, pero en “casa de Carmen” las heridas dolían menos). Carmen sacaba su kit de curas, utilizaba el algodón y el agua oxigenada o alcohol según la gravedad de arañazo, limpiaba el arañazo con el cuidado de un  cirujano, ponía después mercromina y siempre, siempre después una tirita (a mí me encantaba llevar tiritas y vendas), que curioso… ahora que lo pienso eso también lo ha heredado NiñoNinja de mí. Me encantaba sentarme en el taburete en su cuarto de baño y permanecer atenta a sus curas, en “casa de Carmen” las heridas siempre dolían menos.

Ángel era alto, delgado y con el pelo (el poquito que le quedaba) tan rubio que parecía que lo tenía blanco. Con unos ojos azules que a pesar de la frialdad de ese color, siempre eran cálidos. Tenía la piel muy blanca y jamás le ví un solo día sin estar perfectamente afeitado, JAMAS, algo que nos gustaba y nos sorprendía mucho cuando éramos muy canis , porque mi padre en esa época llevaba bigote y barba y claro, cuando llegábamos a “casa de Carmen” y Ángel nos daba un gran beso de esos “sonoros” en la mejilla, no “pinchaba”.

Ángel había trabajado muchos años para la industria del cine. En su casa tenían fotos de ellos con actores de la época (de su época). Fotos en blanco y negro en unos marcos rojos de piel de diferentes tamaños pero siempre por parejas, siempre perfectos, siempre en el mismo sitio. Fotos con Gary Grant en una gran mesa redonda de restaurante, fotos con un Orson Welles muy joven y delgado y otras muchas con actores tanto internaciones como naciones que yo no conocía o me he olvidado de los nombres. Horas me podía pasar escuchando a Ángel, contar sus  historias de cine, sus aventuras, sus idas y venidas y los fiestones que se montaban en los rodajes y estrenos.

Tras dejar el mundo del cine, Ángel paso a la pequeña pantalla (seguíamos en blanco y negro) y empezó a trabajar para la única cadena que había en este país y en ella ya se jubiló. He escuchado tantas historias y tantas anécdotas que podría escribir mucho sobre eso.

Ángel además de su devoción por el trabajo, tenía autentica pasión por su hobby, la pesca. De río, de mar, de altura, de bajura, pesca submarina, la de patitos de feria, cualquier cosa que estuviese  relacionada con el agua y los peces. También era un enamorado del mundo animal en general y de los libros de historia. En su casa tenía una de las colecciones de libros del mundo animal más completas que he visto nunca, tenía una enciclopedia de historia que haría las delicias de cualquier historiador. Horas nos hemos pasado mirando las fotos de los libros del mundo animal y horas leyendo esos tomos de la enciclopedia como quien lee un tebeo.

Tenía la capacidad de arreglar todo lo que se rompía, era un autentico manitas o mejor dicho, más que manitas era un MacGyver. Tenía una imaginación tremenda y siempre estaba inventando cosas para “las niñas”. Un día nos sorprendió con un invento que ahora es muy popular, él lo llamaba “pildoritas saltarinas” no era otra cosa que una capsula vacía en la cual metía uno de sus plomos pequeños de pesca. El invento  ahora hace las delicias de los peques, incluido NiÑoNinja, para mí que alguien le vio hace años por una ventana y después patento el invento como suyo.

Jamás tenía pereza para hacer cosas, todo le iba bien, desde arreglar un cajón roto a estar durante horas jugando con nosotras en nuestro juego favorito en su casa, “el arrastre con manta”. Como no tenían hijos, Carmen había transformado una de las habitaciones en un autentico taller de costura, su hobby y pasión, la costura. Tenían en esa habitación una máquina de coser y con ella hacíamos todo tipo de prendas, desde ropita para los muñecos a mantas. Carmen compraba la tela en Pontejos y nosotras mismas, con su ayuda claro esta, las diseñábamos y cosíamos. En especial recuerdo una manta azul muy suave y enorme que cosimos con ella. Ese era nuestro divertimento especial. Nos tumbábamos por turnos en esa manta azul y Ángel nos arrastraba por los pasillos tirando de la manta… era genial…. tenía una paciencia que ni el Santo Jó.

De sus aventuras de pesca nos contaba muchas historias. De cómo en una ocasión haciendo pesca submarina una morena le arranco media falange del dedo de una mano. De cómo un marrajo le mordió en un gemelo en aguas Canarias y si no es por su compañero de inmersión una afamado aventurero muy de moda (en su época) que le practico un torniquete en el barco, casi no lo cuenta.

También era genial cuando a su casa iban compañeros de trabajo o amigos. En especial recuerdo a Ricardo, un señor que para la edad que tenía, y nosotras siendo unas "micos", nos resultaba tremendamente guapo y lo más impresionante (edad en la que una es fácilmente impresionable) de todo, era que ese señor tenía un ojo de cristal. Cuando le oíamos hablar con Ángel de sus aventuras de pesca sumado al detalle del ojo de cristal, le veíamos como a un autentico pirata al más puro estilo de Errol Flynn.

En “casa de Carmen” he vivido los mejores momentos de mi infancia. Disfrute de ellos cada Navidad que celebrábamos juntos, cada verano que íbamos con ellos a la casa que tenían en la playa, cada vez que nos llevaban al cine, cada vez que en “casa de Carmen” las heredas dolían menos y cada tarde de lluvia jugando al parchís o haciendo rosquillas.

Por desgracia Carmen no pudo ver cómo me hacía mayor, como me enamorada, como me “desenamoraba”, como me volvía a enamorar, como me casaba y como nacía NiñoNinja. Estoy segura de que habría disfrutado de todas esas cosas mucho, pero estoy segura de que más habría disfrutado yo teniéndola a mi lado y contándoselo, recordemos que en "casa de Carmen" las heridas duelen menos.

Ángel murió pocos años después de Carmen. Siempre en casa hemos dicho que Ángel murió de pena. Tras la muerte de Carmen, Angel ya nunca fue el mismo, él pretendía que nosotras “las niñas” no nos diéramos cuenta de ello y aunque ya éramos mayores para el “arrastre con manta” siempre que teníamos oportunidad, nos refugiábamos en su casa que a pesar de que ya no estaba ella, su casa seguía siendo la “casa de Carmen”. Él cada vez pasaba temporadas más largas en la casa que tenían en la playa o visitando a sus hermanas que vivían fuera de Madrid.

Cuando Carmen murió no pude despedirme de ella, mi madre nos pidió de corazón que no fuésemos al hospital, quería que la recordásemos como fue ella, no quería que tuviésemos como última imagen, la mujer que yacía en una cama tras sólo unas semanas de hospitalización pero que el cáncer irreversible e inoperable de hígado que tenía la estaba consumiendo. Después de fallecer, sin que nadie me recomendase no ir, fui yo la que no pude ir a su entierro. Físicamente no tenía fuerzas, llevaba dos días sin parar de llorar y sin comer.  No puede ver como esa parroquia de nuestro barrio estaba tan llena de gente que no cabía un alfiler.
Ángel, un día nos dijo que marchaba para la ciudad costera en la cual vivía una de sus hermanas. Ya estaba malito, con la falta de Carmen parte de su fuerza se fue con ella y poquito a poco la diabetes y la edad comenzaron a hacer mella en él.

Yo sabiendo que a la mañana siguiente Ángel marcharía de viaje y sabiendo lo mucho que le gustaba leer, le regalé el libro que presta su título a este post. Como agradecimiento, él solo me dio un enorme abrazo y me dio los dos besos más tristes que una persona me ha dado jamás, creo que tanto él como yo sabíamos que eso era una despedida definitiva y ese libro fue mi pequeña aportación para hacer más ameno ese viaje sin retorno.
En mi casa tengo todos y cada uno de los tomos de su colección de libros del mundo animal, todos y cada uno de los tomos de la mejor enciclopedia de historia y algunos pocos recuerdos más, pero lo que no pude recuperar nunca fue el libro que yo lo regalé, por lo tanto, sé que se lo llevo con él a ese último viaje que hizo y sé que cada vez que miró ese libro se acordó de “las niñas” SUS NIÑAS.

Y ya…

He tardado casi cuatro días en escribir esto, no puedo seguir escribiendo más, aunque me gustaría contaros todo lo bueno (no tengo ni un solo recuerdo malo de ellos), pero tengo los ojos hinchados de llorar tanto de tristeza por no tenerles a mi lado como de alegría por habernos dedicado en cuerpo y alma sus últimos años.

Me hubiese gustado que NiñoNinja les conociera, sé que les hubiese querido tanto a ellos como ellos nos querían a nosotras y desde luego sé lo mucho que ellos hubiesen querido a NiñoNinja y a "Ecobiosobrino".

The End (o como decían ellos al acabar una peli, léase tal cual, teden)

2 comentarios:

  1. Que pena te da cuando se van "los buenos"... al menos pudiste disfrutar muchos años de TUS ABUELOS, porque ellos fueron abuelos con todas las letras. Desgraciadamente yo no he tenido esa suerte, no llegué a conocer a casi ningún abuelo y tampoco he tenido conocidos que ejercieran dicha figura...

    En fín que para mí la familia de verdad son aquellos que están ahí compartiendo lágrimas y risas a diario, los que siempre están y nunca faltan, no importa nada que no lleven tu sangre, pueden ser amigos, vecinos... pero ellos son de verdad TU FAMILIA.

    ResponderEliminar